

Queridos paisanos y amigos:
Busco entre las neuronas la palabra justa que haga cristalizar el más hermoso sentimiento de gratitud, el que ahora deseo transmitiros: hondo, rotundo, sincero. Gerardo, vuestro entusiasta presidente, movido quizás por la amistad y por el afecto, me cursó la invitación de servir con nombres, adjetivos y otras golosinas verbales un postre en esta comida de fraternidad. La invitación era para mí, tal vez el menos apropiado para hacerlo de cuantos hoy compartimos misa y mesa, pues ya son numerosos los largos años de mi vida que han transcurrido en territorios ultramontanos o, si preferís, en “tierra conquistada”. Gracias infinitas. Quien, habiendo nacido aquí, vive lejos de estos paisajes nunca aparta de la memoria (ese recuerdo triste y neblinoso de la nostalgia) las gentes y el escenario donde transcurrieron los años más decisivos de su vida. El hecho de que la memoria recorra hoy el camino inverso, y que seáis precisamente vosotros, mis gentes, quienes me llaméis desde el recuerdo, me llena de emoción.
En este encuentro de hoy se impone hablar de lo que fluye, de lo que nos une, de lo que constituye el escenario de nuestra común esencia, existencia y vivencia. De nuestro Bimenes natal. De este hermoso concejo perdido en el mapa, tan pequeño, pero, a la vez, tan nuestro. Podríamos decir que el mejor lugar del mundo. No deseo llevar tan lejos la hipérbole como aquel cura vasco, amante de su tierra, que hablaba así a sus feligreses: “Fijaos, hijos míos, en la humildad de nuestro Señor, que habiendo podido nacer en Euskadi, optó por un pesebre de Belén”. Su opinión no era compartida por un feligrés que, apoyado en el testimonio, algo sesgado, de la doctrina cristiana, afirmaba convencido que Cristo era vasco, pues era “dios y hombre a-la-vés”.
Mis recuerdos de aquel Bimenes que pretendo revivir son los de un “neñu” que como cualquiera de vosotros nació en una aldea, en el seno de una familia humilde y trabajadora, porque de otras aquí no había. Mi infancia, como la vuestra, transcurre en un ambiente que tiene como epicentro la necesidad y el culto al trabajo. Esfuerzo muchos oficios menestrales que ganaban el pan con el esfuerzo de las manos: albañiles, carpinteros, panaderos, choferes… y, claro está, mineros. Por si fuera poco, todos se complementaban con una agricultura y ganadería de subsistencia. En esta mirada retrospectiva sobresale la dedicación, la capacidad para el trabajo que hizo famosos a los mineros de Bimenes más allá de los cordales que nos ciñen y amparan.
Por inmensa que sea la casualidad de haber nacido aquí, yo comparto la opinión de Horacio, uno de los mayores poetas que haya generado la humanidad:
“Si la naturaleza ordenara que al cabo de determinados años, se tornase a vivir la vida ya pasada y que uno, conforme a su vanidad, tuviese la oportunidad de escoger otros padres, (hermanos y lugar de nacimiento), yo, satisfecho con los míos no desearía elegir otros”.
Permitidme que en estos momentos vuelva a la mirada en ese túnel del tiempo que es la memoria hacia recuerdos de la infancia que por ser los primeros que impresionaban mi retina se mantienen no sólo vivos, sino vívidos y vivaces. Si de entre todas esas imágenes tuviera que elegir una por su carácter emblemático y simbólico, escogería el fuego. La jornada empezaba cuando se encendía la cocina; la vida tuvo orden y sentido, mientras mi madre se movía en torno al fogón. De aquella panadería donde trabajaba mi padre siendo yo muy niño, recuerdo la imagen de los panes cociendo en el horno.
“Aprendí amar a familia viendo el torso de los míos en el momento de dominar el hierro… Me atraía contemplar el chisporroteo de las llamas (…), ver cómo los pesados martillos caían sobre los yunques. (..) Contemplaba un espectáculo prodigioso, que es una magia verdadera; entraban lingotes de hierro y trabajados al fuego la experimentaba en el horno de la teyera paterna, donde el barro opaco y verdoso se convertía en ladrillo o teja de color rojo y sonido puro y vibrante.
Otra imagen recurrente de la infancia es la de los mineros, gremio al que pertenecieron mi otro abuelo.(Vicente-Milia) y algunos tíos. Muy temprano pasaban juntos por Taballes en madreñas o en chanclos, con boina y ropa de mahón, el paraguas colgado de la chaqueta, la “maleta” en el bolso. Andaban kilómetros por pésimos caminos y atayos para llegar a la Encarná, al Sotón, a Carrio o a Vindoria. Por las tardes regresaban cansados, taciturnos, con los ojos impregnados de tanta oscuridad que transmitían tristeza. Nos quedábamos mirándolos silenciosos. Les pedíamos banzones de acero de los rodamientos. Cuando alguien faltaba, preguntábamos por él-
-“Mancóse”, era la respuesta más frecuente.
Si la comitiva se retrasaba más de la cuenta, barruntábamos lo peor. Aunque era muy niño, recuerdo, casi con fechas, trágicos accidentes en la Encarná, la Arquera, Valdelospozos… La sola cita encoge el alma.
Aquellas comitivas dejaron un día de pasar porque apareció una nueva figura en nuestro paisaje. El camión de los mineros. Todo un acontecimiento: Toda una conquista. Sin embargo, cruzar con aquellas tartanas desguarnecidas carreteras llenas de baches y de argayos, constantemente asomadas al precipicio, constituía una verdadera aventura. El habitáculo no podía ser más tercermundista: una caja de camión con una estructura desmontable de toldos y bancos de madera. Seguro que más de uno de vosotros habrá conocido los maravillosos beneficios de su aire acondicionado. Para los neños era todo un reto engancharnos en la parte posterior del Beldford o de cualquier otro camión mientras peleaban por remontar las cuestas. Durante una época esperé en Taballes la llegada del camión de Marino para retarlo con una pequeña bici que jamás tuvo frenos. Recuerdo a los mineros gritando desde pedales y freno de alpargata. La aventura se hizo famosa y por eso acabó no sólo con las alpargatas sino con una monumental y merecida bronca de mi padre.
Sin embargo, no todo era triste y doloroso en aquellos años de infancia. Durante seis días a la semana teníamos escuela, Íbamos “contentos y felices” porque allí se aplicaban los más modernos métodos de la pedagogía. A la escuela Rozaes acudíamos niños de todo S. Emeterio, e incluso de S. Julían. En aquellas mochilas de tela cargábamos con los secretos de la sabiduría; la enciclopedia de Álvarez, catecismo, pizarra, pizarrín y plumier. A las 9:30 se iniciaba la sesión. En el fondo, bajo un retrato de Franco, investido de la autoridad de un dios del Olimpo, se sentaba el señor maestro. Del lado de acá unos setenta novillos de las afamadas ganaderías de Taballes, Cuestespines, El Segredal, La Fontanina, La Brizosa, La Roza, Piñera, Rozaes… Uno a uno debíamos mostrar nuestros conocimentos y las excelencias de nuestra casta. Uno a uno recibíamos capirotazos, reglazos, tortazos, puyazos y descabello. Para que la felicidad fuese completa, todos experimentábamos una nueva y gloriosa jornada bautismal: nadie fue tan infeliz que no recibiera un nuevo nombre cuando no dos o tres. Sus faenas preferidas eran la cuentas, la lección, el dictado y, ¡ay, Dios!, el catecismo.
Cada vez que nos juntamos dos condiscípulos de la escuela de Rozaes salen a colación cientos de aventuras ensartadas.
-¿Acuérdeste de cuando-i preguntó a alguien un ejemplo de animal doméstico y esti respondió-i: “Mió madre”? ¡Menuda manta de palos!
-¿Acuérdeste del que dixo qu`el Dureo desembocaba en Oporto y el maestro, dando-i cola regla, llamaba-i asesino, porque quería afogar a tolos habitantes de Oporto?
-¿Acuérdeste…? ¿Acuérdeste…? ¿ Acuérdeste…?
Fueron, ciertamente, tiempos difíciles, presididos por unas ideas políticas y pedagógicas bastante alejadas de un liberalismo democrático. Pero, así como hablamos de aspectos negativos en el método, es justo reconocerle aquel maestro una heroica voluntad de enseñar y de educar. Yo comencé a agradecérselo en los primeros días de Colegio. Acostumbrado a estudiarlo todo en una enciclopedia, al ver el montón de libros de primero, experimenté tal sentimiento de impotencia que comencé a llorar. Un fraile, para distraerme, me puso unas cuentas. Cuando me vio resolver enormes divisiones con la rapidez y seguridad con que la hacía habitualmente en la Escuela, me animó mucho.
Son numerosas las estampas que surgen al recorrer con la vista o con el recuerdo paisajes o rostros conocidos. Todos evocan imágenes en sepia de acontecimientos que fueron felicidad o sufrimiento, desesperación y esperanza. Tras una larga semana siempre amanecía un domingo con olor al chocolate y a los churros que preparaba mi madre antes de salir caminado hacia la misa de Piñera. La felicidad se completaba con las propinas de mis tías de Rozaes, que gastaba indefectiblemente en chocolatinas en el puesto de Concha o, por la tarde, en casa Filomena, tras el partido del iberia.
Las fiestas venían cargadas de magia, caballitos, puestos de tiro, y de orquestas con nuevas canciones. La primera imagen festiva que recuerdo se remonta a aquellas lejanas fiestas de S. Julian en Taballes. Una maravillosa orquesta con trompeta, saxo, acordeón, batería y vocalista, resguardada en el atrio de la capilla, repetía canciones pegadizas que se grabaron con fuego en las neuronas de aquel niño de cuatro o cinco años que hoy os habla: “Que le quiten el tapón, que le quiten el tapón al botellón, al botellón”. O aquella otra: “Ya estamos llegando a Pénjamo”. Coleccionaba aquellas canciones que se vendían en las ferias: Junto a las letras de Antonio Molina mi preferida era “Camino verde” (“Hoy he vuelto a pasar por aquel camino verde, que por el valle se pierde en mi triste soledad”). De las fiestas de camino, que se celebraban en la finca donde hoy nos encontramos, escuché casi tan extasiado como los novios del momento el estreno de aquella amorosa canción italiana: “Marisela, Marusela, Marusé, /tus ojos son de verde mar, /tus encantos imposibles de olvidar”. Y también ¡tantas fiestas, bodas y bailes con el acordeón de Fredín!
De vez en cuando aterrizaban compañías itinerantes de circo o de teatro que constituían una auténtica festividad inesperada. Se instalaba en medio de la carretera y, mientras alumbraban las candilejas, se cortaba el tráfico y la vida entraba en un paréntesis de magia, de admiración y de humor. ¡Quién no recuerda las compañías de magia, de admiración y de humor. ¡Quién no recuerda las compañías de Fonseca y de Ramplón! Estos últimos tenían un número de toros destinado a los espontáneos: provocaba tantos revolcones y tantas espantadas que la gente terminaba llorando de risa.
El cine San Julián fue el escenario de nuestra iniciación en el nuevo arte. De la primera representación a la que asistí, siendo yo muy niño, sólo recuerdo unos enormes globos de cristal que pendían del techo: las lámparas. En las ferias, cuando tenía seis años, me llevaron a ver Ulises, película en la que trabajaba un joven Kira Douglas. Me emocionó tanto que estuve soñando con ella muchos días y muchas noches. Si cierro los ojos, aún puedo revivir las escenas de Ulises atado ante el canto de las sirenas, la cueva de Polifemo…
Particularmente queridas por los niños eran algunas celebraciones ligadas a tradiciones étnicas como el carnaval. Nos disfrazaban con ropas viejas y máscaras (éramos los mascaditos) que poco tenían en común con el refinamiento urbano de todos llevamos dentro, se pretendía remediar o imitar lo monstruoso para generar miedo ante la cuaresma que se avecinaba. Tanta era la fealdad perseguida que algún niño disfrazado, al verse en el espejo del armario, tuvo miedo de sí mismo y se escondió debajo de la cama. Siempre me trajo a la memoria aquella escena en la que accedía a la casa oculto por las noches, decía: “Mama, coco”. La recompensa eran aquellos gestos fingidos de horror que creíamos provocar en los mayores con nuestros disfraces. Y también, ¿por qué no decirlo? Los frisuelos o fayuelos que generosamente nos regalaban al ir de casa en casa.
La mitología del miedo nos acompañaba en todos aquellas historias de cuélebres, de ánimas y de la santa compaña, de brujas y de diablos que nos contaban con finalidad educativa: “¡Andad de día, que la noche es mía!” ¿Recordáis? De vez en cuando se aparecía por las noches una fantasma que sembraba el terror. Siendo ya mozo, hallándome en Valladolid escuché el nombre de Bimenes en el Telediario de las tres de televisión Española. Me puse en guardia emocionado. Era la primera vez que los rayos catódicos me traían el nombre de Bimenes. La noticia contaba que una fantasma aterrorizaba con sus apariciones a los vecinos de este concejo.
Cuando vuelvo los ojos hacia atrás y contemplo aquel Bimenes de mi infancia veo un paisaje duro, una vida difícil. Los hombres se multiplicaban en el trabajo. Las madres llevaban sobre sus hombros hogares con muchos hijos, sin electrodomésticos y sin agua corriente, y participaban en las labores del corral y de la huerta. Los niños teníamos asignadas tareas en casa y en el campo desde muy pronto. La educación seguía patrones demasiado estrictos y rigurosos. Como carecíamos de medios, fabricábamos pistolas y otros juguetes con palos. La gallinas no ponían huevos, se comía pollo solo por Navidad y el pescadero llegaba a Taballes en una bicicleta. Soy consciente de que siempre se corre el riesgo de deformar la historia. En el inicio de sus recientes memorias García Márquez comenta: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y como la recuerda para contarla”. Pues bien, a pesar de las dificultades y de las estrecheces, creo que en esos once primeros años de mi vida fui feliz.
Un día se apagó la luz y ya todo fue distinto. Pasé nueve años por otras latitudes, luchando por la vida, persiguiendo otros ideales, venciendo la añoranza con el recuerdo de familia, amigos y paisajes de la infancia. Regresé a las raíces y aquí encontré otra luz que viene iluminando mis pisadas por las tortuosas sendas de la vida.
Me alegra sobremanera veros apiñados en el seno de una asociación que se propone dar sentido eficiente al término que designa vuestra situación laboral. La palabra jubilado deriva de júbilo, sinónimo de gozo, de alegría, satisfacción, complacencia. Y, sin embargo, con frecuencia no ocurre así. Cuando cesa la maldición bíblica de ganarse el pan con el sudor de la frente, se encuentra con que, tras la copas de las despedidas, se inicia un largo túnel en cuyo fondo sólo se ve una amarga salida. Se comienza entonces a mirar con añoranza enfermiza hasta atrás, rumiando los versos de Rubén Darío:
Juventud, divino tesoro,
Te vas para no volver.
O rememorando la opinión manriqueña de que “cualquier tiempo pasado / fue mejor”.
Sin embargo, no podemos dejarnos llevar por este sentimiento trágico y derrotista de la vida. La jubilación suele venir acompañada de un estado físico y mental llamado madurez. Las hormonas ya no galopan, el estrés laboral ha perdido su espoleta, los hijos se han hecho mayores y responsables de su vida… Los problemas ya no nos alteran como antes, la experiencia nos hace ser más cautos en las toma de decisiones, nos hacemos más estoicos con los achaques, otorgamos menos importancia a las cosas. Alcanzamos el sosiego. El alma se serena. Es la hora de buscar un nuevo sentido a la vida (“La vida es imposible sin ilusiones”, afirmaba Ortega y Gasset). No se trata de prolongar la adolescencia hasta el último instante, sino de vivir el momento, exprimir todas las posibilidades reales de felicidad que nos ofrezca la vida.
Esta asociación constituye un espléndido instrumento para recuperar fuerzas e ilusiones, para superar los paréntesis de la soledad, para conocer otros horizontes, otras gentes, otros paisajes. Por eso encamino el soplo de mis deseos más sinceros hacia las velas de esta Asociación para desearle éxitos en sus fines. Que disfrute, que disfrutéis de la más venturosa singladura. Muchas gracias.
Salvador Gutiérrez Ordóñez
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